martes, 27 de marzo de 2007

Uno

Era viernes. Después de una dura semana, al fin llegaban los días de relax. Salió del trabajo y subió al coche. Puso un cd de chill-out para bajar pulsaciones y comenzar a saborear el merecido descanso. Aparcó, entró en el portal y llamó al ascensor. Abrió la puerta de casa y disfrutó, por unos instantes, de la tranquilidad que sabía que se rompería en breve. Dejó sus cosas sobre la cama y, enseguida, empezó a cocinar.
Al cabo de un rato, oyó las llaves que abrían la puerta a un torbellino incontrolable que había adoptado la forma de sus hijos:
- ¡Hooola¡
- ¡ Hola papá ¡ ¡ Hola papá ¡ ¡ Hola papá ¡
- ¿Qué tal en el cole? ¿Bien? ¿Os portasteis bien? ¿Estudiasteis mucho?
- ¿Podemos ir a ver la tele? ¡¡Es viernes!! ¡Déjanos ir! ¡Déjanos ir!
- Bueno, de acuerdo. Pero nada de saltar en el sofá.
La comida ya casi estaba lista, así que empezó a poner la mesa. Y en ese momento entró ella en la cocina:
- ¡Hola, guapa!
Ella sonrió, casi ruborizándose.
- ¡Hola! ¿Qué tal la mañana?
- Bien. Pero ahora que llegas mucho mejor.
- Adulador
- Sí. Ya lo sabes.
- Eso es cierto.
Y sonrieron.
Un par de horas más tarde estaba de nuevo en el coche, con sus dos fieras botando en el asiento de atrás. Se dirigían a casa de sus padres. Y es que, al fin, había llegado ese fin de semana. Un fin de semana en el que no tendrían que cuidar a sus hijos, un fin de semana en el que no visitarían a nadie y en el que no recibirían a nadie, un fin de semana sin teléfonos, ni horarios, ni reloj. Un fin de semana para ellos, para dedicarse el uno al otro. Un fin de semana de luna de miel. Y es que ya hacía tiempo que deseaban tener ese fin de semana. Porque les apetecía, porque echaban de menos esa intimidad, porque podían tenerlo, porque querían tenerlo… y porque se querían. Y esta última era ya razón suficiente para regalarse esos dos días.
Saludó a sus padres, charló un rato con ellos y se despidió de sus hijos hasta el domingo. Y regresó a casa con un cierto nerviosismo. Con mariposas en el estómago. Lo que indicaba que seguía enamorado de ella, como si fuese el primer día.
Llego a casa y parecía que aquel lugar no era el mismo que hacía unos escasos 30 minutos. Silencio, tranquilidad, teléfonos apagados y desconectados, relojes parados, luces apagadas, habitaciones iluminadas con velas aromáticas y el suelo cubierto por pétalos de rosa. Todo era sensualidad en estado puro. Y entonces apareció ella. Hermosa, espléndida, fascinante, con el pelo suelto y el albornoz entreabierto insinuando su sugerente cuerpo. Se acercaron, y mientras ella giraba su cabeza para echar el pelo hacia atrás, él entrelazó sus manos sobre la cintura de su amada.
- Hola, guapo.
Él sonrió, casi ruborizándose.
- Hooola ¿Te dio mucho trabajo preparar todo?
- No. No te preocupes. Sarna con gusto…. Además, lo que importaba era que llegaras tú.
- Aduladora.
- Sí. Ya lo sabes.
- Eso es cierto.
Y sonrieron.

No hay comentarios: