Y la ansiedad se apoderó de ellos. Como si se fuese a terminar el mundo, como si cada segundo fuese el último, cada beso era cada vez más intenso que el anterior. Parecía como si las mandíbulas se fueran a desencajar para alcanzar cada vez más recovecos y, así, disfrutar y ofrecer nuevas sensaciones.
Él posó sus manos sobre las nalgas de su esposa y, en un impetuoso empujón, la alzó en el aire para que ella enroscara sus piernas tras su espalda. Sin cesar de besarse en ningún momento, se dirigieron hacia el baño. Una vez allí ella sonrió y le dijo:
- Estás loco.
A lo que él contestó:
- Sí. Loco por tí.
El baño estaba preparado. Se metieron en el agua y ella se sentó delante de él, se recostó sobre su pecho y giró su cabeza buscando la boca de su amado. Y él se la ofreció. Y mientras la besaba, acarició su rostro con una mano al tiempo que deslizaba la otra hacia sus pechos. Eran caricias lujuriosas, sensuales, juguetonas y excitantes. Sus pezones se endurecieron y entonces se incorporó para sentarse sobre él y que así pudiese masajear sus senos con ambas manos. Al tiempo, ella cogió su pene erecto y lo apretó contra su vagina para mayor excitación de ambos. Los gemidos se sucedieron y sólo la incomodidad de la bañera pudo parar aquella vorágine de pasión.
Entonces, él se sentó delante de ella e iniciaron una pequeña tregua. Ella cogió un jabón aromático y recorrió su espalda concienzudamente arriba y abajo para, a continuación, dibujar círculos sobre su cuello. Una y otra vez, arriba, abajo y círculos; arriba, abajo y círculos; arriba, abajo y círculos…
Poco a poco el nivel de excitación iba disminuyendo a medida que la relajación recuperaba terreno. Ella cogió su cabeza y la acercó a su pecho. Él cerró los ojos y sonrió levemente. Y empezaron los círculos en las sienes. Y el descanso era cada vez mayor. Un buen rato después ella le besó los ojos y luego las mejillas. Se miraron. Sonrieron. Y se dijeron al unísono:
- Te quiero.
Se arrodillaron uno frente al otro y se fundieron en un abrazo eterno.
Salieron de la bañera y se dirigieron al dormitorio.
- Ahora te toca a ti.
Exigió ella. Y él asintió mientras derramaba el aceite corporal sobre su espalda. Y, de nuevo, el mismo modo de proceder: arriba, abajo y círculos; arriba, abajo y círculos; arriba, abajo y círculos…
Pero, como si de una fiera recién salida de su letargo se tratase, el ansia volvió a entrar en escena. Los círculos tenían cada vez mayor radio y las palmas de las manos se abrían cada vez más, buscando los deseados pechos y nalgas. Se acostó sobre ella y la cubrió por completo con su cuerpo mientras besaba su cuello. Él se apartó por un instante para que ella pudiera girarse, y entonces recorrió la geografía femenina de su esposa. Primero rozó sus pezones contra los de ella y, una vez excitados los pellizcó con sus labios, luego lamió su pulso brevemente para, seguidamente, acariciar su ombligo con la cara mientras manoseaba sus pechos. Continuó excitándola cuando chupó los dedos de los pies y, posteriormente, cuando ascendió por la cara interna de sus muslos con destino su vulva.
Los suspiros se sucedían uno tras otro, y se convirtieron en gemidos, y éstos casi en bramidos. El deseo era incontenible y cuando el placer parecía volverse desesperación, él apoyó sus brazos sobre la cama e introdujo su pene en su vagina. Lentamente, muy despacio, suavemente, con virginal esmero.
Una placentera sensación acompañó la primera embestida. Tenían la satisfacción de estar empezando lo que habían estado preparando tanto tiempo, la tranquilidad de saber que aquello sólo era el principio de una larga travesía, la confianza de conocerse a la perfección y la sabiduría que todo eso aporta en la búsqueda del placer.
lunes, 2 de abril de 2007
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