En verano, cuando iba desde mi casa a la playa en bicicleta, siempre hacía el mismo recorrido. Los mismos cruces, las mismas cuestas, los mismos desarrollos y la misma distancia. Sin embargo, los coches que encontraba nunca eran los mismos, ni los peatones, y la energía para completar el trayecto no era siempre la misma, ni los pensamientos que tenía a lo largo de cada hora que pasaba encima de la bici.
Había una extraña y entrañable mezcla de durabilidad e inmediatez en todo aquello. De perennidad y cambio entrelazados. Pero de aquellos miles de kilómetros recorridos a lo largo de aquellos años, a quien recuerdo con más cariño, es a ‘mi abuela’.
Eran las 15.30, llenaba el bidón del agua, lo ponía en el soporte e iniciaba el trayecto: la cuesta de casa, dos kilómetros cuesta abajo empezar a mover las piernas, un stop y una nueva cuesta abajo que había que aprovechar para hacer más llevaderos los dos siguientes kilómetros en ascenso. Cuando concluía el descenso y justo al cambiar de catalina, allí estaba ‘mi abuela’.
Era una señora que se sentaba en la terraza de su casa, al pie de la carretera. Viendo pasar el tiempo. Sin más ocupación que oir los pájaros y el viento, contemplar los árboles, observar como viajaban las nubes por el cielo y tolerar como los coches y camiones enturbiaban aquella paz. En su rostro se apreciaban las huellas del paso de los años y el cansancio acumulado durante décadas. Sus tristes ojos dejaban entrever que había sufrido mucho a lo largo de su vida; pero, al fin, habían llegado días de tranquilidad y de placentero descanso.
Al principio, las primeras veces que pasaba, cruzábamos la mirada fugazmente, mirando sin querer ser vistos. Pero eso duró poco. Al final del primer verano ya nos habíamos acostumbrado a vernos cada dos o tres días, y la desconfianza inicial desapareció. Si algún día no veía a ‘mi abuela’ me preocupaba, y siempre he creído que a ella le pasaba lo mismo. Pensaba ‘¿le habrá pasado algo?’ Y cuando la volvía a ver sentía un reconfortante desahogo.
Al año siguiente, el primer día que cogí la bici, pedaleé con todas mis fuerzas. Quería ver cuanto antes a ‘mi abuela’. Y allí estaba. Yo pasaba sin más. Sólo cruzábamos la mirada. Ni un gesto, ni una palabra. Sólo con la mirada nos bastaba para comprobar que el otro estaba bien.
Así pasaron los años. Con la inquietud del primer día y la complicidad del resto del verano.
Luego dejé de andar en bici durante 2 o 3 años. Al cabo de ese tiempo, reanudé mis trayectos. Y pasé por casa de ‘mi abuela’. Y allí estaba. Pero ahora la cuidaba una persona que parecía estar preocupada. Nos miramos. Y creo no equivocarme si afirmo que ambos sentimos una profunda tristeza. De la misma forma que yo comprobé que ella ahora necesitaba cuidados, ella evidenció que yo ya no era aquel chico lleno de esperanza e ilusión que atacaba las cuestas con gran énfasis. Cada vez descenso suponía enfrentarme a una despedida mutua. Como si tuviésemos que pagar cada saludo sin palabras ni gestos que nos habíamos brindado años atrás.
Al final de aquel verano, como tantas decenas de veces, cogí la bici. Subí la cuesta de casa. Dos kilómetros de descenso. Un stop. Nuevo descenso. Y al cambiar de catalina… alcé la vista y, ante mí, la peor de las esquelas que jamás haya soportado: la casa de ‘mi abuela’ estaba cerrada a cal y canto. Las persianas bajadas y todas las puertas cerradas. En una de esas ventanas de la casa de ‘mi abuela’, un cartel anunciaba ‘SE VENDE’.
Tuve que parar. No era sudor lo que empañaba mis ojos.
martes, 20 de febrero de 2007
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1 comentario:
Odio el edificio que han hecho en donde estaba la casa de mi abuela :-(
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