Al fin. Era domingo. Domingo por la mañana. La ansiada meta. El merecido descanso. La anhelada tregua. El respiro ineludible.
Se despertó; pero no quiso abrir los ojos. Deseaba permanecer así, en duermevela, siendo consciente de no ser, aún, demasiado consciente. Se volvió a quedar dormido. Al rato, volvió en sí. Esta vez se levantaría; pero cuando lo decidiese él. Sin la presteza de Don Reloj.
Aquello le gustaba. Esa tranquilidad de tener todo el día por delante para no hacer nada, para hacer lo que quisiera hacer en cada momento; pero, sobre todo, para hacerlo todo casi a cámara lenta, degustando cada instante, saboreando cada momento, escrutando cada segundo.
Se incorporó aún con los ojos cerrados e, instintivamente, su pies buscaron las zapallitas. Respiró profundamente. Retuvo el aire y lo exhaló. Estiró su brazo derecho y, con un gran esfuerzo, dirigió su mano hacia el interruptor. Y encendió la luz. Cuando sus pupilas consiguieron adaptarse, entonces, abrió los ojos.
Se levantó y cogió la bata que reposaba a los pies de la cama. Se la puso. Aún olía a ella. Se dirigió a la cocina cansinamente y, con mucha parsimonia, preparó la cafetera: la sacó de la alacena, vertió el agua, cogió el café, lo echó sobre el filtro, cerró la cafetera y, finalmente, la puso al fuego. Aún desperezándose, contempló la cocina. Como si fuese un mero espectador. Como si no fuese su propia cocina. Por fin. Un instante en el que no tenía que planificar nada. Un momento en el que no programar la siguiente acción. Subió el café. Y, al tiempo que apagaba el fuego, inspiró el vapor que salía de la cafetera. ¡Cómo le gustaba aquel olor! Era el olor de las apacibles mañanas de domingo.
Escogió su taza preferida. Echó el azúcar con la cucharilla que, previamente, había rebuscado y, luego, añadió el café lentamente, casi escanciándolo. Posó la taza y se dirigió al frigorífico. Tomó la leche y sumó un pequeño chorro al café. Mientras cerraba la puerta del frigorífico vio, casualmente, el periódico del día anterior. Espléndido. Se aproximó a la mesa con el diario en una mano y el café en la otra. Los puso sobre la mesa y apartó la silla. Se sentó y admiró el remanso de paz y tranquilidad en que se había convertido la playa que se contemplaba desde su ventana. Se maravilló un buen rato con aquel espectáculo visual. El aroma del café lo apartó de ese trance. Cogió la taza y la aproximó a su boca. Dejó que sus labios notasen el calor del café y, casi susurrando, sopló un poco. Acercó, de nuevo, sus labios y acarició la taza. La inclinó muy despació y su boca entró en contacto con aquella balsámica infusión. Tomó un pequeño sorbo y, antes de tragarlo, lo degustó por completo. Apreció cada detalle, cada matiz, cada sutil sensación que le ofrecía. Cerró los ojos y se entretuvo en aquel placentero silencio dominical mientras completó el trago. A continuación, volvió la vista al paisaje que tenía enfrente y tomó otro trago. ¡Qué sosiego le brindaban los dos placeres disfrutados al unísono!
Fijó su vista en el periódico. Lo volteó para comenzar su lectura por la última página. Como él adoraba. Como hacía siempre que disfrutaba plenamente esa lectura. De repente, se encendieron todas las alarmas, sonaron las bocinas y toda su atención se dirigió hacia aquel impúdico titular:
¡¡¡ GANDULES, VOLVED AL TRABAJO !!!
Sin dar crédito a lo que veía, se interesó por el subtítulo:
¡¡ Qué hacéis leyendo un blog en horas trabajo !! ¡¡Y deseando que sea domingo!!
viernes, 2 de febrero de 2007
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