Sucedió hace ya algún tiempo. Unas veces me parece que fue hace mucho, y otras que fue hace poco; pero lo único importante es que sucedió.
Fue rápido, instantáneo, casi fugaz. Pero, a partir de ese momento, todo cambió. Desde entonces siempre hubo, y habrá, un antes y un después de aquello.
Sabía que algo no iba todo lo bien que debería ir; pero no quería inspeccionarlo por miedo a descubrir una realidad más dramática. Tenía la estúpida creencia de que ese funcionamiento defectuoso se corregiría sin más, casi milagrosamente. Sin embargo, aquel día todo se truncó. En aquel preciso instante no sentí dolor. Ocurrió de repente y como si fuese algo habitual. Quizá la perplejidad y la incredulidad me impedieron sentir nada.
Pasaron las horas y comenzaba a ser consciente de la gravedad del asunto, al tiempo que aumentaba el dolor. Y tanto que aumentó. Los días siguientes recibí distintos diagnósticos y todos ellos eran bastante pesimistas. Mi frustración y dolor no encontraban tregua alguna. Aún así, esos primeros análisis dejaban un pequeño margen a la esperanza. O eso quería creer yo. Durante unos días me aferré a la posibilidad de que, finalmente, todo se arreglaría. Que cambiando algunos hábitos y realizando ciertas rutinas durante un tiempo, aquella situación podría salvarse y todo podría volver a ser igual a como era antes de aquel día.
Me equivoqué. Después de unas semanas llegó el segundo dictamen. Fue tan cruel como milimétrico, tan arrollador como definitivo y tan hiriente como inapelable. Definitivamente, nada sería como había sido hasta entonces. No podría hacer lo que, hasta entonces, había hecho; no podría disfrutar de lo que, hasta entonces, había disfrutado; y, no podría amar lo que, hasta entonces, tanto había amado.
Fue difícil. Muy difícil. Necesité mucha ayuda durante muchos días. Cada uno de esos días. Pero, poco a poco, conseguí ir sobrellevando y asimilando la nueva situación. A pesar de todo ello, necesitaba cicatrizar las múltiples heridas del alma con el más candente de los tizones. Por eso volví a aquellos lugares donde había sido feliz, recordé una y otra vez momentos inolvidables y lloré hasta la saciedad la amargura enraizada en mis sentimientos.
Poco a poco, muy lentamente, y tras arduos esfuerzos, conseguí salir adelante.
A día de hoy, aún perduran algunas secuelas y, en ocasiones, siento nostalgia de lo vivido hasta aquel día; pero considero que puedo afirmar, sin miedo a equivocarme, que ya he superado la rotura parcial del ligamento lateral de mi rodilla derecha y el posterior descubrimiento de la condromalacia rotuliana que, entre otras cosas, me impiden jugar a voleibol, correr por la playa o andar en bicicleta desde aquel fatídico día.....
miércoles, 24 de enero de 2007
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