El otro día comentaban en todos los telediarios la noticia de la rueda de prensa ofrecida por Marion Jones. En dicha rueda de prensa, la atleta, reconocía haberse dopado antes de los Juegos Olímpicos de Sydney.
Mientras se desarrollaba la noticia, me vino a la mente el primer recuerdo que tuve relacionado con esta mujer. Era la imagen de su, por entonces, marido aporreando a puñetazo limpio un asiento del estadio donde competía su esposa. Más de 130 kilos de rabia y odio focalizados en un puño. Esa ira debía de ser la que atemorizaba a Marion. Recuerdo que cuando presenciaba esa competición por televisión y el realizador encadenó la imagen de la cara de Marion tras el espectáculo de brutalidad ofrecido por su marido, yo no conseguía salir de mi asombro. Mientras mi cabeza me decía que esos momentos tenían que ser de decepción, frustración y necesidad de auxilio y consuelo; mis ojos presenciaban enfado, culpabilidad y temor. Sobre todo culpabilidad.
Mi perplejidad aumentó cuando el comentarista citaba que el marido había obligado a Marion a participar en 5 o 6 disciplinas distintas; a pesar de que ella argumentaba que eso influiría en su rendimiento negativamente y aumentaría las probabilidades de sufrir una lesión (como la que acababa de sufrir en aquellos instantes).
Después de dicho recuerdo, en la rueda de prensa, se veía a una mujer sumamente arrepentida y dolida; aunque consciente de que necesitaba hacer pública esa confesión. Tenía la obligación de rechazar lo que había conseguido mediante las trampas y las malas artes.
Quienes no estaban en esa comparecencia eran los 130 kilos que aporreaban el asiento.
Al final, me quedó el alivio de pensar que Marion podrá vivir sin esa mancha en su conciencia, sin el peso de esa enorme mentira, sin recordar el fraude cometido cada vez que viera aquellas medallas de Sydney.
Él, probablemente, pondrá mil excusas y encontrará infinidad de culpables.... ninguno de los cuales será él mismo, por supuesto... o no... o qué sé yo...
domingo, 14 de octubre de 2007
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